Diario de un soldado músico

El destino del soldado Jiménez, fue tocar el piano en tiempos de paz y en tiempos de guerra. Paraguay supo reconocer este talento del soldado músico entre sus colegas músicos paraguayos

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La historia de Bolivia está preñada de pasajes que muchos desconocen, pero no se puede ignorar que, la vida de miles de jóvenes soldados bolivianos quedó para siempre en las candentes entrañas de la Guerra del Chaco (1932-1935). Para algunos fue su hogar casi toda la contienda, para otros fue una vida de calamidades, como fue para el soldado Víctor Jiménez García, el personaje de este reportaje. Fue una existencia de desgracias, lágrimas, lamentos, desdichas, pero también de privilegios, como prisionero de guerra, gracias a la música.

Esta es una historia, tal como Víctor Jiménez relata en sus memorias de soldado en la guerra Bolivia-Paraguay. Narra situaciones dramáticas, desgarradoras, así como de civismo, de defensa de la Patria, y en algún momento igualmente de satisfacciones gracias a la música, a su talento para tocar el piano, ganándose un sitial de privilegio y respeto durante su estancia en Asunción, como prisionero de guerra. Alcanzó un nivel que superó incluso a los oficiales enemigos, aptitud que esparció entre la juventud a su retorno a Bolivia, como docente de Educación Musical en varios colegios y liceos de la ciudad de Oruro.

Jiménez soldado

A un año de iniciada la contienda bélica Bolivia-Paraguay, el 15 de agosto de 1933 y a los 23 años, el músico Víctor Jiménez, se enroló como soldado al Destacamento 126. Se subió a un tren junto a otros jóvenes k’ochalas, sin saber qué le depararía el destino en las tierras candentes del Chaco. Mientras viajaba intentaba no pensar en su actual vida militar, sólo tenía en mente una mixtura de pensamientos, de su niñez, de su adolescencia y del preciso instante en que decidió enrolarse al ejército para ir a guerrear por la Patria.

A momentos estas cavilaciones eran interrumpidas por el traqueteo casi monótono del tren que resoplaba y tomaba impulso para llegar al altiplano. Así llegó y pasó por Oruro siguiendo el viaje hacia Tupiza hasta llegar a la estación Mojo, población cercana a Villazón, un lugar árido y frígido, muy distinto a su querida y cálida Cochabamba. El destacamento 126 había pisado tierra.

Estación Mojo, ubicada entre las poblaciones de Tupiza y Villazón. Foto: Internet

Desde este lugar (cantón Mojo ubicado entre Tupiza y Villazón), “no sé por qué razón nos hicieron caminar a pie hasta Tarija (unos 200 kilómetros), cargados de un fusil, 200 cartuchos, una frazada, un mosquitero, caramañola, un plato y una cuchara. Fue una primera etapa de un verdadero calvario”, rememora Jiménez.

Ya en el campo de batalla, junto a sus 450 camaradas del Regimiento Campos 6 de Infantería, él y sus compañeros cumplieron la orden de romper el cerco donde eran sitiados, una fracción de soldados del Regimiento 27 de Infantería, desde hace 10 días por los paraguayos. Fue una batalla sangrienta y de tenaz resistencia del enemigo, “rompimos el cerco, encontrando a nuestros compatriotas en estado lamentable de salud, hambre, sed. Fue mi bautizo de fuego” recuerda.

La vida del pianista, nacido en Toco Cochabamba el 28 de julio de 1910, transcurría de guerra en guerra, de misión en misión y actuar como parte de una tropa de reserva, liberando a soldados bolivianos de cercos paraguayos. Para poder moverse con rapidez él y sus camaradas, dejaron de lado las frazadas, los mosquiteros y utensilios hasta quedar sin nada, consiguiendo romper los contornos paraguayos, donde murieron muchos de sus compañeros, aunque también se llevaron vidas enemigas.

Amasar con orín para cenar

Recuerda en su historia, una cena de media noche y al “cabo Juan”, un indígena mataco, que por alguna heroicidad en la retoma del Fortín Alihuatá recibió este ascenso, y como sabía de panadería se quedó con este oficio en este fortín.

El soldado boliviano en la Guerra del Chaco (del 9 de septiembre de 1932 al 14 de junio de 1935), se enfrentó no solo a los paraguayos sino también al hambre y a la sed. Foto: Familia Jiménez

“Una noche para no acostarnos con el estómago vacío, fui hasta la panadería y el pedí al cabo Juan, pan, se negó rotundamente, pero cuando se alejó del lugar llené mis bolsillos de harina. El indígena volvió trayendo pan para regalarme, volví a mi trinchera donde ya todos dormían. De rato en rato se escuchaban disparos, y con la harina robada y nuestra orina, hicimos una masa (que) apenas pudimos deglutirla, ¡¡¡qué cena de media noche!!!”, recapitula.

Recuerda en su testimonio pasajes muy desconsoladores como: que la sed haya matado a muchos de sus compañeros, más que las balas, asimismo relata que el intenso calor y la falta de agua, hacía que los más débiles y enfermos caigan en delirios hasta morir deshidratados y con el abdomen hinchado. Refiere que en un trabajo de excavar un pozo se encontró agua a seis metros de profundidad, que duró por un mes y medio para dos regimientos, pero, el pozo se tuvo que abandonar para cumplir otras misiones, y en cumplimiento de las mismas cayó herido en la pierna, y pese a la herida, al hambre y la sed, logró vencer los sucesos de la guerra.

Orden de fusilamiento

Enfrentó otras batallas, cumplió misiones de rescate de provisiones, fue reconocido por su valor, aunque en algunas ocasiones no y era recriminado. Otro suceso que describe, habla de un tal comandante de regimiento, coronel Blacutt, quien ordenó entrar en batalla, porque Jiménez y los soldados se encontraban agotados, hambrientos y sedientos, y ante la imposibilidad de entrar en acción el coronel les tildó de “mañudos”, “cobardes” e “insubordinados” hasta llegar a dar órdenes de fusilarlos “Era una orden descabellada. Cómo matar a nuestros propios compañeros, que apenas podían pararse, había que hacer algo, sacando fuerzas de mi reseca garganta impulsé a cantar el Himno Nacional, que disipó la tensión y rellenó de fuerzas y civismo a todos evitando una auto masacre, y me acordé de una frase dicha por un músico, ‘la música es la vida misma’. Qué patética confirmación experimentamos”, relata.

Prisionero de guerra

El 11 de diciembre de 1933, el soldado Jiménez y sus compañeros caen prisioneros, al intentar romper uno de los cercos paraguayos, en el que murieron muchos soldados; los paraguayos no podían creer que una pequeña cantidad de guerreros bolivianos habían aguantado tanto el cerco de Boquerón. Fueron llevados a Paraguarí, donde, en un diario, “La Nación” de Buenos Aires, leyeron que el oficial Germán Busch, salió del cerco del Campo Vía, salvando a soldados y otros oficiales.

Jiménez, estaba consciente que no sólo se enfrentaba a los soldados paraguayos, a la falta de alimentos y agua, sino también a la herida en la pierna que no sanaba. Agotados todos y enfermo él, como prisioneros de guerra fueron llevados hacia un campo de concentración del Regimiento Valois Rivarola de Paraguarí, en el que encontró vallunos samaritanos que le ayudaron, pero también sanitarios paraguayos en el Fortín Islapoi quienes curaron a los más graves y entre ellos a Víctor Jiménez. En el camino a Pozo Azul cayó gravemente enfermo y sus compañeros Quiroga y Veyzaga, le arrastraron en una frazada, “no te dejaremos morir”, era la promesa de sus camaradas.

Puerto Casado, fue el nuevo destino a donde él y sus camaradas fueron embarcados, y de este sitio a una pequeña isla, al que llamó “la isla del hambre”. En este lugar, para no morir de hambre, algunos de sus compañeros se lanzaban al agua a fin de atrapar algún pez o terminar siendo tragados por los yacarés. En esta travesía, la última etapa fue Asunción a donde llegaron, como cuenta Jiménez, harapientos, demacrados, espectros vivientes, en un barco carguero a eso de las cuatro de la tarde. Los heridos fueron atendidos por la Cruz Roja, para luego viajar en tren hasta Paraguarí (un campo de concentración), donde fue internado en un hospital. Allí conoció a otros compatriotas, uno de ellos, al challapateño Humberto Gómez, con quien hizo una muy buena amistad; se ganaban la vida arreglando radios, artefactos eléctricos, pintando y bordando tapetes, “dijimos, al que tiene manos, nada le falta”.

Pianista en una orquesta paraguaya

Por ironías de la vida, el destino para el soldado Jiménez no solo era guerrear, hambrear, tener sed, sino que le tenía preparado nuevos senderos, pero de paz y tranquilidad en una tierra ajena, una existencia más llevadera, que siempre habría querido tener en tiempos de paz gracias a su talento musical.

Jiménez cayo prisionero y fue conducido, junto a sus camaradas, a un campo de concentración, donde por azar del desatino toco piano en el cumpleaños del coronel Machuca, festejado en el casino de oficiales paraguayos. Foto: Familia Jiménez

Un buen día de esos, recuerda, después de vivir varios meses en prisión, llegó el cumpleaños del comandante del cuartel, el coronel Machuca, el oficial fue agasajado con una cena y un baile en el casino de oficiales. Pasaron unas horas y de pronto emerge en la puerta un oficial quien con un vozarrón vociferó, dirigiéndose a los prisioneros, “alguno de ustedes sabe tocar piano para la orquesta”, preguntó, “yo sabía, pero ni pensar en decírselo, mi facha daba lástima, ni zapatos tenía, pero Gómez me empujó y aparecí como aceptando”, relata.

Para Víctor Jiménez, el suceso fortuito o dispuesto por Dios, como señala él, cambió totalmente su futuro, esa noche ejecutó un vals y la orquesta se complementó muy bien, al terminar la fiesta casi al amanecer, muchos oficiales se le acercaron para felicitarlo y le invitaron a ser componente regular de la orquesta y que ello implicaba estar bien comido, vestido y respetado, un orgullo para un soldado boliviano. Ya como pianista oficial de la orquesta paraguaya viajó a varias ciudades para cumplir contratos en Asunción, Villa Rica, Carapeguá y otras ciudades, situación que acercó más a sus camaradas presos de quienes nunca se olvidó, les llevaba la mejor comida. El puesto de pianista en una orquesta paraguaya, también le valió otro cargo el de encomendero para sus camaradas, quienes enviaban cartas a sus familiares en Bolivia.

A un año de prisionero privilegiado gracias a la música, fue llevado como mayordomo a la casa de un médico paraguayo, pero no faltaba a las actuaciones de la orquesta. Sin embargo, a Jiménez, la vida le tenía preparada otra faceta en su historia como soldado de la Guerra del Chaco. Mientras cumplía el trabajo de mayordomo y de pianista, en Asunción, estalla una revolución de Franco contra Ayala. “Fui testigo de esa contienda política. A los bolivianos nos sacaron de las prisiones para luchar en esa revolución, eso fue aprovechado para que muchos de los prisioneros se fugaran”, atestigua.

En su testimonio, recuerda a una directora de una escuela de niños en Paraguarí, de nombre María Flores de Gaona, un centro educativo donde Víctor Jiménez fue profesor de música, dice que le ofrecieron un cargo titular y aunque no prometió nada, pero fue un nexo con un prisionero paraguayo que estaba en Tarata-Cochabamba, noticias que le valieron mayor aprecio, en eso, en junio de 1935, llegó la crónica del cese de hostilidades, “trabajé en la orquesta hasta el último día de junio de 1936, en que fui uno de los últimos en ser repatriado”, rememora. Su retorno ya es otra historia.

Jiménez fue pianista de una orquesta paraguaya hasta el último día de junio de 1936. A su retorno a Bolivia, llegó a Oruro donde fue profesor de música de varios colegios y liceos. En la foto junto a sus alumnas del Liceo Pantaleón Dalence. foto: Familia Jiménez

Víctor Jiménez García, nació el 28 de julio de 1910 en una familia humilde en el pueblo de Toco (valle de Cochabamba). Cuando aún niño perdió a sus padres quedando huérfano a los 10 años. Recibió clases de música de sus tíos Faustino y Miguel, hermanos de su padre. Al retorno de la Guerra del Chaco, se estableció en la ciudad de Oruro en la que ejerció por más de 28 años el cargo de profesor de música en varios colegios y liceos, pero principalmente en el Liceo Pantaleón Dalence y el Colegio Arce.

Compuso una variada música folclórica, religiosa e himnos escolares, grabó discos y recibió reconocimientos a nivel nacional. Volvió a su tierra natal en 1963, donde Lauro, le distinguió con el disco de plata por la composición “Quejas del alma”. Se casó con Adolfina Alarcón, tuvo 7 hijos, todos profesionales y músicos.